Les propongo a estos dos leer Mi familia y otros animales. No quieren. Lucas ha visto la portada y pregunta «¿El de la rana?» con cara de aburrimiento. La culpa no es suya. El libro no puede ser más feo.
Bueno, miento, sí que puede; no hay más que ver las dos portadas que hicieron luego. De hecho, cuando le he enseñado las tres portadas juntas a Lucas, se ha tirado de cabeza a por la de la rana de lata metida en un tarro (en serio, una rana de lata metida en un bote).
Las portadas españolas no dan (ni remotamente) una idea de lo chulo que es el libro.
Lo del diseño de Mi familia… en este país es un caso digno de estudio. Yo no lo voy a estudiar porque prefiero rajar sin más, lo digo por si alguien se anima. En mi muy poco humilde opinión, caben dos posibilidades: una, los responsables de estas portadas no se han leído el libro; dos, se lo han leído y no les ha gustado. Me decanto por la segunda opción. Para diseñar unas portadas así de disuasorias hace falta (mala) intención y un sentido de misión. ¿Qué misión? Que nadie más se lo lea.
Pero ¿por qué? ¿Por qué no quieren que nos leamos el libro, Diosmío? Es entretenido, gracioso, está bien escrito, ha envejecido muy bien (es del 56, cualquiera lo diría) y se puede leer a cualquier hora (no leo libros angustiosos de noche, y se sorprenderían de la cantidad de libros que forman esa categoría a partir de, digamos, las ocho de la tarde). ¿Cuál es el problema?
Decido no hacerle ni caso a Lucas y empiezo a leer de todos modos. «Si no os gusta, cogemos otra cosa.» Pero no hace falta porque se enganchan nada más empezar.
No sé cuántos años tenía la primera vez que me lo leí. Sí recuerdo estar tumbada con mi hermana en la cama, a los 12 o así, leyéndole las conversaciones de la familia Durrell, las dos tiradas de risa. Una noche un amigo de mis padres que había venido a cenar oyó nuestras carcajadas y quiso saber qué estábamos leyendo. Se lo dijimos y se compró el libro inmediatamente. Me lo encontré al tiempo y me dijo que no le había visto la gracia… Hay gente pa to.
Aquí todavía vamos por la página 80, pero ya han nacido dos fans incondicionales más de Gerald Durrell y de Corfú. Porque es imposible leerse este libro y no querer irse a vivir a Grecia inmediatamente.
De las guiris ilustradas, mis favoritas son estas (y la de la cabecera).
Cómo no va querer uno cambiarse sin pestañear por Gerry y pasarse el día tumbado boca abajo bicheando por el jardín, corriendo por los olivares con Roger pegado a los talones, huroneando por los caminos polvorientos, conociendo a los personajes de la isla (ese hombre de las cetonias), aprendiendo griego y escuchando las historias tremendas de Yani (¡cómo es la del escorpión que le pica en la oreja al muchacho que muere loco de dolor!), poniéndose tibio de vino con agua y brevas y pan y uvas en casa de Leonora o de Taki o de Christaki… Aprendiendo cosas fundamentales («Nunca te duermas bajo un ciprés, cuando despiertes las raíces se te habrán metido en los sesos y estarás loco», otra vez Yani, claro), bañándose en las calas de arena blanca y agua tan transparente que desde lo alto de la loma se ve nadar a los peces, pasando calor, feliz. Cómo no va a querer uno plantarse en Corfú inmediatamente y encontrarse a ese Spiro dándolo todo por la señoras Durrells (la cara de Lucas y Violeta cuando lo oyen indignado en la aduana «¿Para qué los abres, hijos de puta?» no tiene desperdicio, esperen que lleguemos a los turcos). Cómo no cogerle cariño al insoportable de Larry, encantado de conocerse, o a esa Margo con todo el pavo en lo alto («Quítamelo, quítamelo», como en el chiste), o a ese Leslie al que siempre ponen de medio tonto en las adaptaciones para la tele del libro (cosa que nunca he entendido, la verdad). Y esa madre, esa bendita madre con su despiste, su cocina y su jardín que (atención, atención) deja al niño en paz.
Y eso que no hemos llegado a, hum, Teodoro Stefanides, ni a las mudanzas loquísimas, ni a Lucrecia y sus dolencias (¿o eso es en los siguientes?). Que todavía nos queda más de medio libro.
Otra ventaja de esta lectura es que está resultándoles muy inspiradora. Funciona muchísimo mejor que una madre dándoles ideas sobre lo que pueden hacer (casi cualquier cosa funciona mejor que eso). Lucas y Violeta son de natural bichero, es verdad. Pero no dejen que la rendija que les muestro de nuestra vida en este blog les engañe: son niños normales y corrientes. A ver si van a estar ustedes ante la muy equivocada impresión de que son inmunes a los atractivos de un iPad. Lucas podría pasarse la vida jugando a no sé ni qué, siempre y cuando sea delante de una pantalla, y Violeta… en fin, Violeta ha nacido para engancharse a cualquier culebrón de dibujos animados horribles de Netflix. Por eso mismo llevamos todos estos años intentando enseñarles que se puede disfrutar con otras cosas.
Desde que empezamos Mi familia…, hemos estado de lo más entretenidos. Qué suerte que haya coincidido con el final de los exámenes. La otra tarde, Violeta cogió una caja de plástico transparente, de esas de Ikea, y le montó una especie de terrario a una crisopa que se encontró en el aparcamiento, al lado de la madreselva. Lucas le puso un trozo de cabito naranja fluorescente cogido con dos chinchetas a modo de cuerda floja. La crisopa, no sabemos si por agradar o por gusto, se paseó por el cabito un par de veces. Luego la soltaron, pero dio para una tarde entera el bicho. Bicho. Así es como habríamos llamado a la crisopa hace una semana, pero es que hace una semana no habíamos llegado al capítulo de la crisopa. Ayer, en los corrales de Chipiona, encontraron un pepino de mar. Lucas sonreía triunfal: «¡Una salchicha de cuero!», repetía encantado, acordándose de la descripción de Durrell. ¿Cómo va a ser lo mismo encontrarse un bicho tan feo antes de haber leído el capítulo de los cohombros?
Cuando llegamos a casa dan la misma lata para hacer «algo electrónico». Pero ese chute que te da cuando tropiezas con algo sobre lo que estabas leyendo el día anterior no se lo quita nadie. A pesar de la portada.
Y de las que llevan foto, me quedo con estas dos. La inglesa y la catalana. La foto de la edición catalana me mata de envidia.